La visita de la presidenta Dina Boluarte a Concepción, Junín, para inaugurar un colegio emblemático, dejó más que una imagen institucional: reveló, una vez más, el profundo abismo que la separa del pueblo. Rodeada por un fuerte contingente policial, con el ingreso restringido para padres de familia y exalumnos que protestaban, la mandataria llegó en helicóptero a un acto que pretendía ser simbólico pero terminó siendo sintomático. Un evento blindado, sin ciudadanía, sin escucha, sin empatía.
“¿Qué tenía que hacer Dina aquí?”, se preguntaban los pobladores, indignados. “No nos representa esa mujer que va a ganar más de 40 mil soles, con tarjeta y todo, mientras el pueblo se muere de hambre”. Las palabras son duras, pero reflejan una verdad innegable: la presidenta ha perdido todo vínculo con la realidad del país que gobierna.
El reciente incremento de su salario y la asignación de una tarjeta de alimentación de 5 mil soles mensuales son más que un error político; son una provocación directa. Mientras 9.4 millones de peruanos viven en situación de pobreza, la jefa de Estado se otorga privilegios insultantes. No se trata de un trámite administrativo, como algunos intentan justificar, sino de una afrenta en toda regla. Una prueba más de que el poder, en el Perú, ha dejado de tener límites, y sobre todo, vergüenza.
Antes, cuando un político cometía un error, uno podía pensar que fue un desliz. Hoy, la certeza es otra: no se equivocan, simplemente actúan con total consciencia de su impunidad.