¿Qué convierte a un niño con sueños en un adulto de bien, y qué transforma a otro en un delincuente? La respuesta está en la alquimia de las experiencias tempranas. Cuando un niño descubre que sus ideas son valoradas, que su vocación creadora encuentra eco en adultos que le ayudan a materializarla, se activa un poderoso mecanismo de autovalidación.
No es retórica. El Perú que tendremos en 20 años se está decidiendo hoy en las aulas de inicial. Un país donde la delincuencia ha crecido un 40% en la última década necesita mirar urgentemente hacia la raíz del problema. Lo que sucede en esos primeros años define trayectorias y es la inversión preventiva más eficaz contra la criminalidad. Según estudios del BID, los niños que reciben educación inicial de calidad tienen 40% menos probabilidades de involucrarse en actividades delictivas durante la adolescencia. Cuando un niño dice “quiero ser médico para curar enfermos” o “quiero ser policía para proteger a la gente”, no está fantaseando: está manifestando su vocación creadora de realidades, ese poder que todos tuvimos alguna vez y que debemos proteger como el más valioso recurso nacional. Un niño no conoce la imposibilidad. No ha aprendido a decir “no se puede”. Su mente está programada para creer que puede cambiar el mundo porque aún no ha experimentado la frustración crónica. El verdadero poder de la educación inicial no radica en la alfabetización temprana o el desarrollo cognitivo, sino en preservar y cultivar esa vocación transformadora. Después de cuatro décadas en las aulas, puedo afirmarlo con certeza: si queremos un mejor país, necesitamos cuidar mejor a nuestra infancia. No hay otra ecuación posible.