Uno de los grandes problemas que afronta el Perú es el constante compromiso de nuestra clase dirigente con la mediocridad. El libro de José Ingenieros podría haber sido escrito aquí. La denuncia de la clase dirigente esbozada por la generación del novecientos, más de cien años después, se mantiene intacta. Somos un país decoratista, virreinal, de formas más que de contenidos, de quejas en vez de decisiones. La meritocracia no ha sido el patrón de formación ni en el Estado ni en la política. Por el contrario, hemos sido gobernados por el pacto de la mediocridad.
El propio desarrollo del país es la historia patente de la debilidad meritocrática. Condenados a la medianía de las instituciones, hemos sobrevivido mientras otros países buscaban la hegemonía. En realidad, la voluntad de poder ha estado ausente en nuestra clase dirigente. En vez de dominio han optado por la supervivencia. Siendo así, la mediocridad se explica por sí sola. Hundidos en la monotonía, sin ideal que perseguir, atrapados en el mercantilismo que solo aspira a perennizar sus prebendas, los detentadores del poder circunstancial han construido la irrelevancia continental del Perú.
Para restaurar la meritocracia necesitamos innovar. Para innovar es imprescindible observar lo que funciona en el mundo y aplicarlo al Perú. No somos una isla. No somos una autarquía. Existimos en un escenario global. Con humildad, tenemos que aprender. En realidad, la humildad es el principio de toda sabiduría. Para innovar tenemos que promover el surgimiento de una elite meritocrática que supere los prejuicios y las visiones parciales y pequeñas. En la innovación realista está el futuro de la nueva generación. Prepararnos para eso es un imperativo por el que vale la pena quemar hasta el último cartucho.