“Sin virtud de la justicia, ¿qué son los gobiernos sino execrables latrocinios?”, decía San Agustín. El águila de Hipona tenía razón, los gobiernos pueden convertirse en execrables latrocinios, en bandas de ladrones organizadas para saquear y destruir. Esto sucede cuando se abandona la virtud de la justicia. También, por supuesto, cuando se atenta contra la prolongación material de esa justicia en la esfera pública, es decir, cuando se debilitan los organismos destinados a operativizarla: el sistema jurídico, esa delicada arquitectura destinada a garantizar un Estado de Derecho.
Eso ha sucedido en el Perú. La virtud de la justicia y el sistema destinado a ponerla en práctica han sido destrozados por la política cortoplacista y las ambiciones de poder de un grupo pequeño pero bien organizado que se infiltró en el aparato represor del Estado. La destrucción de la justicia ha llegado a un punto histórico. Esto ha provocado una metástasis estatal que amenaza con colapsarlo todo, abriendo las puertas para el imperio de los bárbaros. Estamos ante una nueva etapa. Si durante 25 años la amenaza estuvo constituida por la ideología woke y su herejía agnóstica y posmoderna, hoy el peligro se traduce en la irrupción de un radicalismo que propone una sola solución: todos deben ser fusilados, hay que resetear el país.
La metástasis estatal, el colapso sucesivo de los gobiernos que no solucionan los problemas reales de la población, está en la raíz de este radicalismo, una caja de Pandora que no podremos controlar. Ante la inacción de los políticos que prefieren el cortoplacismo, todo queda en manos de la Providencia, siempre presente, siempre inexplicable y siempre oportuna cuando se trata del Perú.