No hay forma de aplacar la violencia en México. La falta de una acción orgánica desde el propio Estado, o si se prefiere la ausencia de una capacidad gubernativa para diseñar una estrategia para vencerla, ha vuelto a la violencia una penosa y compleja realidad estructural.

Ese clima ensangrentado es el contexto que espera a las elecciones intermedias que hoy se realizan en todo el país, donde los cerca de 83.5 millones de mexicanos aptos para votar elegirán a 500 diputados para el Congreso de la Unión, así como para los congresos locales y ayuntamientos de todos el país; asimismo, hoy se van a decidir 2179 cargos en los 150,000 colegios electorales instalados para esta ocasión.

México nunca ha sido un país fácil de gobernar. Es de los poquísimos de América Latina que soportó una revolución como fue la que lideraron sucesivamente Emiliano Zapata y Pancho Villa a partir de 1910.

La composición política, económica y social es transversalmente heterogénea, un carácter que ha llevado a México a experimentar procesos conflictuales muy complejos, como sucedió con los indígenas de Chiapas en 1994 o los que hoy suceden en Oaxaca, Michoacán y Guerrero, los más fracturados por la pobreza que rechazan las reformas educativas.

La falta de una proyección orgánica -el PRI, en el poder por tantos años durante el siglo XX, no hizo nada para administrarlo debidamente- dio paso para que se enquistaran en el país fenómenos como el sicariato y el narcotráfico, que ya han tocado al mismo Estado, anarquizándolo y valiéndose de la corrupción que hizo doblegar a muchas autoridades y políticos.

Estas elecciones van a medir la verdadera capacidad del PRI con un presidente bastante debilitado del que muchos mexicanos sienten desencanto y cuyo punto de quiebre comenzó por su incapacidad para hallar a los responsables de la matanza de 43 estudiantes en Cocula en 2014.