Para la historia universal de la infamia quedarán registradas las peripecias y aventuras de Martín Vizcarra, que en mala hora llegó a la política peruana. Pocas veces hemos tenido que padecer un carácter tan peculiar, dotado para el arte del engaño, aventajado en la demagogia más burda, entrenado para todas las falsedades que la imaginación pueda inventar. Recuerdo la primera vez que fui expuesto a sus mentiras patológicas. El hombre disertaba ante un auditorio de empresarios y políticos, un auditorio convencido, valgan verdades, enumerando los supuestos logros educativos de su gestión en Moquegua. Vizcarra es un superdotado del engaño, su patria, su mundo, su cosmos es la ficción. Nada más que la ficción.
Vizcarra sería un caso de estudio literario si su acción política no hubiese destrozado a la democracia. Supongo que en el largo muro de los lamentos nacionales sus incondicionales, esos que defendieron su liderazgo y su inocencia, llorarán amargamente las consecuencias de su ceguera. Sí, porque solo los ciegos pueden avalar los golpes de Estado, la destrucción del equilibrio político, la prisión preventiva y la persecución de la oposición. Vizcarra ha sido el sumo pontífice de la destrucción nacional y jamás debemos olvidar el terrible papel que jugó su asamblea heresiarca, esa facción cainita de pequeños odiadores que persiguieron a Alan García y metieron en la cárcel a Keiko Fujimori, en contra de toda presunción de inocencia.
¿Fue Vizcarra el instrumento de oscuros poderes que permanecen en la sombra? Algo es cierto: el lagarto abrazó su papel con la pasión del converso. El que ha vestido todos los disfraces ha perdido la capacidad de reconocer cuál es su verdadera piel. Sucede así con los mitómanos, que de tanto mentir, creen que dicen la verdad.