Ningún decreto parlamentario ni modificación constitucional, mejorará la condición humana. Establecer un Ministerio de Buenas Costumbres o fundar una gerencia especializada en garantizar la conducta pública irreprochable, no despertará el temor a la ley y el amor al bien público. ¡Ningún apéndice burocrático salvará al Perú! Despertar al huésped de la vergüenza y formar una conciencia recta implica un esfuerzo individual, por eso los principios vertebradores de nuestra conducta como la verdad, transparencia, firmeza para no corromperse, ser virtuoso en todo momento, no son palabras carentes de sustancia, son principios que deben encarnarse en la dirigencia política y no solo en ella; estamos todos comprometidos. La corrupción política es un vicio arraigado en nuestra sociedad y así lo demuestra el encarcelamiento de presidentes: se ha llegado a la cúspide de la desvergüenza. En Tradiciones Peruanas, Ricardo Palma cuenta que, en el Arco del Puente de Lima, una estructura que se desmoronaría por un incendio en 1879, había una inscripción: “Dios y el Rey, hubiera sido más democrático Dios y la Ley, pero a los presidentes se les haría cargo de conciencia tener a esa señora ley tan cerca de palacio y expuesta a violación perpetua que decidieron por otra inscripción, Dios y la Patria”. El Perú es un país de gobernantes moralmente anémicos y encontramos que la deficiencia sustancial es el amor a la patria. Cierta clase gobernante parece haber desterrado el precepto de obediencia a la ley, de respeto al prójimo y de decencia personal, para entregarse a la consagración plena de sus inmorales intereses privados. Esa es la triste condición de la nación.

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