En las próximas horas, el país volverá a enfrentar un momento decisivo: el Poder Judicial emitirá sentencia contra dos expresidentes, Martín Vizcarra y Pedro Castillo, acusados de corrupción e intento de golpe de Estado, respectivamente. Más allá de las diferencias entre sus casos, ambos procesos convergen en una misma herida abierta: la incapacidad de nuestras élites políticas para honrar el mandato que la ciudadanía les confía. Según las evidencias acumuladas, todo indica que las resoluciones serán condenatorias, un desenlace que refleja el profundo deterioro moral que ha marcado a los jefes de Estado en las últimas décadas.
Vizcarra y Castillo se han convertido en símbolos de esa degradación que corroe al Estado desde adentro. Cuando quienes ocupan altos cargos se comportan como si estuvieran por encima de la ley, transmiten un mensaje devastador: que el poder no está al servicio de la ciudadanía, sino al servicio de intereses personales.
De allí la importancia de que la justicia actúe con firmeza y sin titubeos. No por un ánimo punitivo, sino por una necesidad democrática elemental: demostrar que ninguna autoridad, por poderosa que sea, puede evadir las consecuencias de sus actos. Cuando los ciudadanos perciben que los tribunales son indulgentes con quienes detentan poder, la confianza en las instituciones se desploma y se abre el camino a la frustración, el cinismo y la desafección política. Ya lo sabemos bien: la impunidad no es solo una falta moral, es un estímulo directo al delito.




