Todo el Perú se concentra en el monasterio de las Nazarenas a lo largo del mes morado. Se cuentan por miles los que visitan la imagen del Señor de los Milagros para agradecer, pedir un favor e implorar el perdón de Dios. El rostro del Perú se percibe claramente cuando visitas este templo, y es el rostro de un país cuyas raíces cristianas definen su identidad. Pensaba, mientras contemplaba ese rostro multiforme, en todas las sangres que constituyen la peruanidad y en cómo el catolicismo ha configurado el destino de este país. Y en tanto cristiana, nuestra patria fue fundada sobre el principio de la unidad, sobre la unión por encima de las divisiones. Es por eso que el radicalismo, en todas sus formas, es destructor de la Peruanidad.
La conservación del alma peruana pasa por la superación de las divisiones, por la síntesis de tesis antagonistas. El radicalismo no busca la superación, aspira, más bien, a la destrucción de lo que es distinto. El daño del radicalismo es evidente en el ámbito de la política. Nociva es la decisión de perseguir al oponente, como dramática es la opción de no escuchar al que piensa distinto. La crispación general que caracteriza nuestra vida pública ha destrozado el diálogo y la convivencia pacífica. Por eso, restablecer la unidad, luchar por la unidad en el país y en la política se convierte en un objetivo imprescindible, en un acto de salvación nacional.
Pocas cosas nos unen tanto como el Señor de los Milagros, expresión del cristianismo en nuestra tierra. Meditar sobre la necesidad de la unidad debe materializarse en políticas de Estado que provean de educación, salud, empleo y seguridad de calidad a nuestro pueblo. Pero nada de eso lograremos si las facciones se mantienen en la tosca voluntad de dividir.