La neblina que trepa por los acantilados y convierte a Lima en una ciudad tan bella como fantasmagórica es uno de esos signos distintivos que los exiliados extrañamos cuando vivimos en cualquier otro lugar. Supongo que forma parte esencial de esa melancolía tan propia de los limeños, una melancolía que sabemos disimular tras el ropaje artero de la ironía. Hace cien años algunos ensayistas escribieron sobre el alma del Perú, sobre nuestros rasgos, sobre nuestras ensoñaciones más recurrentes. Un alma audaz sostuvo que la neblina nos incapacitaba para las pasiones más encendidas, para la ira santa y para el voluntarismo arriesgado.

Como el clima de Lima, todo eso no fue más que una exageración. Exageramos a sabiendas de lo escondemos, ocultando el verdadero motor de nuestras ensoñaciones. Sí, así como la neblina de Lima esconde todo durante un par de segundos, así como se ocultan falsamente las luces de esta ciudad espectral, así nos hemos acostumbrado a sepultar bajo el peso de la rutina los verdaderos motivos de nuestra existencia. La neblina de Lima es una alegoría de todo lo que nos negamos a contemplar por dolor, por olvido, por vanidad. Y eso que nos negamos a ver, es lo que de verdad importa.

Toda neblina se disipa con el tiempo, cualquier neblina se vence poniendo algo de atención. Lo mismo sucede en la vida. Tarde o temprano, la realidad será contemplada tal y como es, sin restricciones, sin mentiras piadosas, sin cantos de sirena. Conoceremos de verdad. Por ahora, mientras medito sobre la bruma que a veces penetra en la vida, comprendo, finalmente, que así como la neblina domina los acantilados de nuestra ciudad, así crece, invencible, con fuerza, el deseo de verte, mujer.

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