En tiempos electorales, la neutralidad del funcionario público no es una sugerencia: es una obligación constitucional. Nuestra Carta Magna es clara al respecto. Cuando se convoca a elecciones, las autoridades, funcionarios y servidores del Estado deben abstenerse de cualquier intervención que favorezca o perjudique a una organización política o candidatura.
Pero ¿qué implica, exactamente, ser neutral? Significa no utilizar el cargo público —ni el espacio, ni el tiempo, ni los recursos del Estado— para emitir opiniones a favor o en contra de postulantes o agrupaciones políticas. La neutralidad se rompe cuando un ministro, gobernador o alcalde opina sobre una candidatura durante una actividad oficial, o cuando invoca su condición de autoridad para intervenir en el debate electoral. No se trata de limitar la libertad de expresión, sino de proteger la equidad del proceso.
Ahora bien, la aplicación de este principio exige prudencia. Las autoridades electorales no pueden sancionar por analogía ni forzar interpretaciones extensivas. Pero esa cautela no exime a los servidores públicos de cumplir estrictamente las normas. La defensa de posturas políticas debe expresarse dentro de los márgenes legales, sin instrumentalizar el poder que otorga el Estado.
Concluido el proceso electoral, será momento de evaluar si el marco normativo vigente requiere ajustes. Esa discusión debe abordarse con rigor técnico y sin apasionamientos, recogiendo las lecciones de cada elección. Porque en democracia, la neutralidad no puede ser una mordaza… pero tampoco una licencia para hacer campaña con recursos públicos.