El manejo del Congreso frente a las denuncias sobre una presunta red de prostitución dentro de sus propias instalaciones, es preocupante y decepcionante. La reciente renuncia de las integrantes de la comisión ad hoc asignadas a investigar este caso no solo evidencia la falta de voluntad política para esclarecer este grave asunto, sino que también refuerza la percepción de que las autoridades legislativas están más interesadas en dilatar este asunto hasta Dios sabe cuándo.
En tanto, la Comisión de Fiscalización del Congreso, presidida por Juan Burgos, ha sido escenario de discusiones estériles, ataques personales y maniobras que parecen diseñadas para desviar la atención del verdadero objetivo: identificar a los responsables de este presunto delito y sancionarlos de manera ejemplar.
El Congreso tiene la obligación de demostrar que no tolera prácticas ilícitas dentro de sus filas. Sin embargo, las señales que emite —a través de disputas internas y la aparente inacción— muestran una prioridad distinta: proteger intereses individuales o de grupo, en lugar de defender la verdad y la justicia.
La gravedad de este caso no admite excusas ni postergaciones. Los parlamentarios deben recordar que su función principal es representar al pueblo, no actuar en beneficio propio. La ciudadanía exige que se esclarezca este caso con celeridad, independencia y firmeza.