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El presidente Vizcarra no pudo más y al ver que no llegaba al 21 -ya que lo sobrepasó Tía María, Las Bambas, la parálisis económica y la reiterada y desgastante intención de cerrar el Congreso que él mismo desencadenó- decidió patear el tablero y morir matando, llevándose consigo a todos los parlamentarios. Lo hizo al costo de una reforma constitucional, lo que podría implicar que la reducción del periodo presidencial de 5 a 4 años se pueda tornar permanente de aquí en más. Nuevamente, por supuesto, se vuelve a cambiar la Constitución sin un debate profundo. Aunque, eso sí, va a inyectar de esteroides las próximas encuestas y volverá a subir. En un mandatario que claramente es adicto a la popularidad, el descalabro futuro bien paga el entusiasmo incierto del hoy.

Más allá de las densas nubosidades que rodean esta intemperante decisión presidencial, el adelanto de elecciones por un año abre las puertas a aventureros con plata, por un lado, y a otros que ya venían caminando la senda. Otros que se preparaban con calma quedaron descolocados. Ergo, es de esperar que el próximo Congreso sea muy débil, fácilmente capturable y con muy pocas luces. Y que el presidente sea muy “funcional” a los intereses que hoy abroquelan a Vizcarra. Este y sus allegados apuntan por cierto a que ello ocurra a fin de seguir gobernando, por sí mismo o por la red de intereses que se articula hoy a su alrededor.

Vizcarra ha demostrado inteligencia para hacerse visibilizar como “imprescindible”. Ya no se le recuerda como el gobernador de una “región menor”. Las redes corruptivas ya se empezaron a movilizar y aparecen los medios lanzando candidatos, además de los ejércitos de trolls para demoler a los opositores al Gobierno.

Mientras tanto, los defensores de la república se preparan para una lucha muy intensa. Por ahora, son esfuerzos separados. Pero todo puede cambiar. Eso sí, nada será fácil para el Perú a partir de estos hechos. Y la economía, mucho menos.

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