No sorprende que un sector de la izquierda más ideologizada opte, ante la muerte de Alberto Fujimori, por reafirmar su odio histórico ante un presidente que derrotó a Sendero Luminoso, un movimiento engendrado en la matriz marxista. No sorprende en absoluto porque este sector, pequeño pero altamente organizado y con amplias conexiones en los medios de comunicación, la empresa, el Estado y la academia, ha construido su identidad apostando por el antifujimorismo desde sus inicios.

En efecto, esta facción es plenamente consciente que el triunfo del fujimorismo en los 90 significó, en la práctica, la derrota del marxismo revolucionario, una utopía largamente acariciada por las izquierdas en el Perú. El fin del sueño revolucionario, la destrucción de la utopía izquierdista, configuró un trauma profundo que los revolucionarios peruanos han sido incapaces de superar. De allí el odio visceral a la figura de Fujimori, un odio fundado en una certeza concreta y real: el fujimorismo fue el dique definitivo contra el que se estrelló la marea de la Revolución. El trauma se agudiza por esas paradojas de la historia: fue la propia izquierda la que estuvo involucrada en el nacimiento del fujimorismo. Y el motivo fue el de siempre: el odio visceral e ideológico contra Vargas Llosa. El odio es el motor de la historia de nuestras izquierdas.

Cualquiera con sentido común renunciaría a la estrategia del odio, vistos los resultados. Pero eso es imposible para una facción, pequeña pero bien organizada, que actúa visceralmente por ideología, con la mística de las falsas religiones, con la terquedad de las viejas herejías. Así, odian al principio y se consumen en el odio hasta el final. Eso es lo que hemos visto en estos tristes días de septiembre: mientras el país recordaba y se lamentaba, otros, unos pocos, incapaces de superar su odio, optaron por aferrarse a la quijada de Caín.

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