La reciente condena del expresidente Ollanta Humala y su esposa hoy prófuga Nadine Heredia a 15 años de prisión por lavado de activos, no es un hecho aislado ni meramente anecdótico. Se trata del tercer expresidente peruano condenado por la justicia en las últimas dos décadas, sumándose a Alberto Fujimori y Alejandro Toledo. Esta secuencia revela con crudeza la profunda descomposición de la figura presidencial en el Perú y pone en evidencia una crisis institucional y moral que afecta de manera transversal a nuestra clase política.

La percepción ciudadana es clara y contundente: muchos de quienes están en política lo hacen movidos no por un genuino deseo de servir al país, sino por la intención de servirse de él. Esta sensación alimenta un sentimiento generalizado de desconfianza hacia los gobernantes, una desconfianza que no solo erosiona la legitimidad de las autoridades, sino que debilita peligrosamente el vínculo entre el Estado y la ciudadanía.

Un comentario aparte merece la prófuga Heredia, quien lejos de dar la cara y asumir la responsabilidad de sus actos tras su sentencia, optó por escaparse a la Embajada de Brasil a solicitar asilo político, como si fuera una perseguida. Eso no hace más que mostrar la calaña de esta gente.

El Perú a través del Ministerio de Relaciones Exteriores tiene que hacerse respetar frente al gobierno de Lula da Silva, también implicado en el caso Lava Jato. No a la impunidad.