Los organismos no gubernamentales (ONG) han sido metidos a la olla del desprecio de la derecha e izquierda y satanizados en su conjunto de manera desproporcionada, en un evidente acto político por debilitar a quienes ellos llaman caviares o rivales políticos, una guerra más pragmática que ideológica.
No podemos meter a todos en un solo saco. En muchos casos, los aportes económicos extranjeros han logrado ingresar a espacios donde el Estado aún no llega con claridad, como el deporte para los barrios marginales, la salud mental de los jóvenes indeseados y más.
Ahora último, es difícil de entender cómo se celebra que Donald Trump haya congelado las cuentas de los Estados Unidos que financian la lucha contra las drogas o el periodismo de investigación. Los críticos de las oenegés refieren que el dinero foráneo solo ha servido para mantener económicamente a quienes se dedican a despotricar del país.
Tampoco se puede tapar el sol con un dedo y aseverar que quienes se refugian en estos organismos solo se dedican a trabajar y no a hacer política. Claro que lo hacen, desde institutos particulares que hablan de reformas del Estado, así como otros que se dedican a la defensa de las víctimas de presuntos abusos judiciales. En las oenegés hay de todo como en botica.
Si el deseo es potenciar la fiscalización pública a los aportes extranjeros, entonces propongan un mayor control de los ingresos foráneos para estas entidades sin fines de lucro, que se exija un régimen laboral a favor de sus colaboradores, que estén al día con el pago de impuestos, entre otras obligaciones. El querer que nadie subvencione iniciativas nacionales sólo libera ese oxígeno de revanchismo político.