Los últimos días han estado inflamados por marchas, discursos y protestas. La mitad del país ve a la otra mitad como una amenaza y las palabras más que acercar, destruyen. Luego de las elecciones de la segunda vuelta es evidente que el Perú está fracturado.

Sería ingenuo y hasta cómplice asegurar que no hubo irregularidades en los sufragios del 6 de junio, pero la última palabra al respecto la tienen los organismos electorales. Simplemente porque son las únicas instituciones creadas por los padres de nuestra Constitución y la democracia para impedir la justicias por propia mano, la arbitrariedad y la barbarie.

No respetar los resultados oficiales se traducirá necesariamente en inestabilidad social, inseguridad jurídica y caos político que desalentará las inversiones y postergará el desarrollo económico. Pero lo peor es que si la crisis se prolonga, aumentará el poder relativo de los extremistas, que quieren mandar nuestra democracia al abismo.

En 1921, cuando el país celebraba el centenario de su Independencia, para votar se “exigía ser varón, tener más de 21 años, saber leer y escribir y estar inscrito en el registro militar”, como cuenta Alfredo Torres en su libro “Opinión pública 1921-2021”. De esta forma solo votaba el 10% de la población adulta del Perú.

Han pasado cien años y el único requisito para elegir al nuevo presidente es el de ser mayor de 18 años. Somos mucho más, somos millones. Por supuesto, es más difícil unirnos y lograr consensos, pero queda claro que esa es la única salida para que el país sea viable.