Noble y generoso, católico y caballero, Joaquín Ormeño deja tras de si una estela de amistad, virtud y patriotismo. Nos abandona en un momento muy difícil para el Perú y su ausencia, su gran ausencia, solo será llenada cuando nos volvamos a encontrar en la Patria Celestial.

Lo conocí gracias a Fernán Altuve hace varios años en una de mis esporádicas visitas desde el exilio académico. Lo volví a ver gracias a ese gran articulador de estupendas amistades que es Ricardo Sánchez Serra. Tuve el privilegio de conversar con él largo y tendido sobre nuestro país. Dotado de una visión cristiana y realista del proceso nacional, Joaquín era una de esas personas que nunca perdieron la fe en la regeneración del Perú. Conocedor de la historia de nuestro país, empresario exitoso y político intuitivo, Joaquín no solo triunfó en los negocios, también fundó lo que me decía era la mejor empresa de su vida: su familia.

De una estirpe de emprendedores, su vida fue sinónimo de peruanidad. Pocas personas comprenden que el auténtico patriotismo, la verdadera peruanidad, consiste en unir a los peruanos, en aglutinar voluntades, en fusionar diferencias. La peruanidad es la síntesis de las diferencias personales. El afán de unidad por sobre lo que nos divide motivó a Joaquín en todas las manifestaciones de su vida. En torno a su mesa y entre sus amigos más cercanos figuraban representantes de distintas opciones ideológicas y políticas. Solo el cristianismo bien vivido puede unir aquello que artificialmente nace separado por la ideología.

Querido Joaquín: nos volveremos a ver. La vida cambia, no se acaba. Uniste a tantos pensando en el Perú. Algún día nos fundiremos en un abrazo fraternal allá en la Patria Celestial.

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