Más allá de las constantes crisis políticas a las que, desgraciadamente, estamos acostumbrados, un hecho amenaza seria y constantemente la imagen internacional del Perú: el colapso de Machu Picchu.
La ciudadela inca, principal motivo para que los visitantes extranjeros lleguen al Perú, lleva años atrapada por la corrupción y el descontrol. A diario, miles de visitantes, tanto peruanos como extranjeros, enfrentan mafias que lucran con el acceso, revenden entradas y operan impunemente con la anuencia de las autoridades.
El gobierno afirma que el problema iniciado por la incapacidad de la Municipalidad Provincial de Urubamba para realizar la concesión del uso de la carretera Hiram Bingham ya está resuelto, pero ¿por cuánto tiempo?
Ese no es el único problema para acceder a Machu Picchu. La mafia de las entradas y los precios exorbitantes que se cobran a los turistas siguen ahí. Se arregla un problema y surgen dos más. Es una situación que se repite una y otra vez. La codicia y la lógica cortoplacista están destruyendo lo que tomó décadas construir: una marca país de valor incalculable. Si Machu Picchu termina de convertirse en sinónimo de caos, abuso y estafa, el daño será irreversible.
Los que viven del turismo a la ciudadela y sus propias autoridades están matando a la gallina de los huevos de oro. Urge una gestión transparente, firme y con visión. De lo contrario, el país perderá no solo un símbolo, sino también una de sus principales fuentes de desarrollo.