No era difícil suponer que, como consecuencia del impacto de la pandemia del coronavirus, que viene dejando a su paso más de 2,2 millones de personas contagiadas y más de 150,000 muertos, y con ello una severa crisis económica en prácticamente todos los países del globo, las acusaciones recíprocas entre las principales potencias, se convertiría en la regla del comportamiento de los actores internacionales.
En efecto, mientras desde Oriente (China, Rusia, Irán, etc.,), al comienzo de la enfermedad fue muy difundida la idea de que EE.UU. había iniciado una guerra bacteriológica contra Beijing para frenar su ascenso económico mundial con miras a convertirse en el 2050 en la nueva superpotencia del planeta -decían que se trataba de la estocada de Washington para acabar con la impresionante velocidad comercial asiática encarnada por China-, luego que el Covid - 19 corrió hasta Europa y EE.UU., arrasando con las poblaciones vulnerables de sus países, esa posibilidad fue perdiendo peso; en cambio, ahora ha comenzado a prosperar otra en sentido inverso, es decir, desde Occidente con EE.UU. Francia y el Reino Unido, a la cabeza, que acaban de soltar la idea de que el coronavirus habría sido creado en un laboratorio chino y que por un plan siniestramente deliberado o por descuido, la enfermedad dio paso a una fase de diseminación incontrolable.
Las imputaciones mutuas, que no servirán de nada, deberían cesar y dar paso a una etapa de diálogos y consensos globales, liderados por la ONU, para evaluar las medidas que deberá emprender la humanidad para acabar con el enemigo invisible que le está cambiando la vida.