Hay planchas y planchas. Antaño eran pesadas, contundentes, abrasadoras, artesanales; dejaban su marca y nada se les pasaba de la raya. Ahora resultan livianas, hechas sobre la marcha, plásticas; planchas de remate.

Lo cierto es que cualquier plancha necesita una mano que la guíe, que le indique la arruga a saldar para que el usuario directo se sienta contento, charly, servido. En ese sentido, el calor juega un papel muy importante. Es decir, tiene que estar bien enchufada y regulada para atender la canasta de trabajo que encuentre por delante.

Puede ser una plancha nueva, que funcione a todo vapor; también una antigua, que se tome su tiempo para calentarse. Lo importante es que cumpla su cometido, y para ello necesita que siempre tenga los pantalones firmes y alineados. En buena cuenta, una plancha que dé la talla.

De qué vale una plancha A1, que cueste como cancha, si al final -ya sobre la mesa de acción- se planta en seco y hace agua por todos lados.

Una plancha útil repasa el objetivo detalle a detalle, pieza por pieza, cara y sello. Se requiere, entonces, un pulso firme para marcar líneas rectas sin desviarse ni cometer errores que podrían ser irreparables. Una gran mancha, por ejemplo.

La plancha presidencial, porque de eso estamos hablando por si acaso, es un aparato gubernamental que funciona bajo el mando de un líder. Se urgen el uno al otro para poder actuar sin que se les queme la película. Y ese tótem debe tener las facultades y la pericia necesarias para hacer que la plancha trabaje, en la luz y la oscuridad. Nada de plancha quemada.