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No concuerdo con quienes han considerado al magistrado Richard Concepción Carhuancho, despectivamente, como un juez “carcelero”. Mucho menos con los que, con sesgados argumentos, sostienen que se ha desnaturalizado la prisión preventiva y hasta que “se ha prostituido”. Nada más prostituido hasta ahora que el laxo poder judicial peruano, que se ha vendido al mejor postor, en muchos casos, o se ha excedido en letanías e ingenuidades, dejando escapar el fin supremo de su función, que es el de hacer justicia. La decisión de la madrugada del lunes constituye, en mi concepto, el primer decisivo paso hacia una justicia sin concesiones, insobornable e incorruptible, ajena a la nefasta influencia que ha ejercido sobre ella el poder económico. Por fin la sociedad podrá decir que en este país de malandrines, de raqueteros, sicarios y bandoleros, los delincuentes de cuello y corbata también caen y pagan sus culpas homologando el criterio que es el cimiento de las sociedades civilizadas: la justicia es igual para todos. Por lo demás, se trata de una prisión preventiva sólidamente fundamentada por Concepción Carhuancho y que cumple escrupulosamente los tres preceptos para otorgarla: 1) la presunción de que el imputado ha cometido el delito; 2) que la sanción o pena probable de la sanción sea superior a los 4 años; y 3) que se deduzca razonablemente que el imputado tratará de eludir a la justicia u obstaculizar la averiguación de la verdad. No podemos dudar de la probidad asentada en el rigor y sí creer que los que le han fallado al país, a sus empresas o a sus electores van a mutar y cambiar su inclinación por la fechoría por su defensa de la moral. La democracia no puede ser tan boba.