Después de la corrupción, quizá sea la prepotencia la segunda lacra que persigue al poder político. Llegar a un cargo y saberlo gerenciar con tecnicismo, sin egos ni excesos, en estricto cumplimiento de la ley y el respeto al prójimo, debería ser inherente a la función pública, pero ello es una quimera en la política peruana. Dos ejemplos.

El alcalde de Lima, Rafael López Aliaga, busca que sus trenes empiecen a operar con la velocidad del tren bala japonés. El apuro está directamente relacionado con la campaña electoral que se avecina y en la que “Porky” será candidato. Los trenes constituyen una buena gestión a futuro, pero el propio alcalde petardea su proyecto azuzándolo con fines políticos y no con el genuino interés de beneficiar a los limeños. Sin almacenes, rieles adecuados, estaciones o mínimos estudios técnicos, es una barbaridad pretender su operatividad. Es una prepotencia, una matonería.

La congresista María Acuña, presidenta de la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales, siente que el país es su chacra, que Lima es su chacra, que Surco es su chacra y, por ende, con mucha mayor razón, que el parque Los Álamos también lo es. Por eso, se siente con derecho de apropiarse de 118 m2. de un recinto público porque “ese fue el acuerdo con los vecinos”.

¿De dónde saca una legisladora a cargo de una comisión que aborda asuntos constitucionales que un acuerdo con los vecinos es suficiente para apropiarse de una importante extensión de terreno? Entonces, ¿ha leído la señora Acuña la Constitución? Sabe, por ejemplo, que el artículo 73 de la Carta Magna señala que “los bienes de dominio público (como los parques) son inalienables e imprescriptibles”. ¿Por qué mejor no acordó con los vecinos apropiarse de todo el parque?

Rafael López Aliaga y María Acuña añaden lastre a una política enfangada por el despotismo y la miseria humana. La idea extendida y asimilada de que desde el poder es válido imponer, abusar y aplastar.