Tras las protestas sociales de diciembre de 2022 y enero de 2023, el gobierno de Dina Boluarte no había pasado una crisis de tal magnitud como la que experimenta actualmente. En ese entonces, tenía a su favor el estreno y la luna de miel que le otorgaba el cambio de mando a un régimen que bordeaba lo lumpenesco y la coalición de fuerzas políticas que acudieron a respaldarla ante el avasallamiento inclemente de hordas oscuras vinculadas al castillismo.

Tras poco más de un año, Boluarte ha demostrado, con contundente certidumbre, no solo que no está preparada para el cargo -que finalmente no sería lo más grave- sino que ha dejado a merced de sus adláteres el poder que ella debía defender y ejercer.

Es en ese contexto que ha surgido esta sorda batalla que desde hace un tiempo libran Nicanor Boluarte, su hermano; y el premier Alberto Otárola, su abogado; que después de varios remolinos, ha generado una borrasca de dos frentes opuestos que han colisionado, finalmente, desatando la tormenta perfecta.

La responsable de todo es Dina, sin duda, que con ese ánimo de repartija, anomia e invisibilidad ha caracterizado su gestión por la falta de definiciones no solo con esta pugna sino en aspectos determinantes de esferas como la inseguridad ciudadana o la economía (lo que incluye minería y Petroperú) que no han sabido si moverse al son de Alberto o de Nicanor porque arriba de ambos hay un ser genuflexo, pusilánime y dubitativo como una malagua de final de verano. Habíamos escrito ya que es muy posible que este Gobierno no llegue al 2026 como ansía.

No basta con sentir orgullo y vitorear a los cuatro vientos que se es la primera mujer presidenta del Perú. Ante la proximidad del Día Internacional de la Mujer, en realidad, su gestión está dejando un baldón para ellas y la demostración de que el fajín que se puso de casualidad, por ser vicepresidenta, siguió siendo uno de segunda categoría.