La presidenta Dina Boluarte vuelve a dar muestras de estar lejos de la realidad que viven los peruanos. Si en el pasado aseguró que con diez soles bastaba para preparar un menú familiar con postre y todo, ahora afirma que “económicamente el país está dando la talla internacional” y que la gente gasta más porque su capacidad adquisitiva ha mejorado. Son palabras que, más que transmitir confianza, generan desconcierto e indignación.

Es cierto que la economía nacional muestra ciertos signos de recuperación y que la inflación se mantiene controlada, lo que en términos macroeconómicos resulta alentador. Sin embargo, esos indicadores no se traducen en la vida cotidiana de millones de familias que apenas logran cubrir los gastos de alimentación, vivienda, salud y educación. Hablar de mejora en los bolsillos de los ciudadanos no solo es una exageración: es una negación del esfuerzo silencioso que la mayoría realiza para llegar a fin de mes.

Ese divorcio entre el discurso oficial y la experiencia popular erosiona aún más la ya escasa legitimidad de un gobierno que no conecta con las urgencias de la ciudadanía. Un liderazgo que minimiza las dificultades diarias corre el riesgo de convertirse en un poder sordo y complaciente, incapaz de reconocer la desigualdad estructural que arrastra el país desde hace décadas.

El Perú necesita un gobierno que hable con realismo y que actúe en consecuencia, no uno que pretenda maquillar la situación con frases hilarantes.