En política nada es casualidad. Allí la historia es como una chalina tejida por una gama de sucesos y decisiones que van generando un hilo conductor, pero si una hilacha queda suelta, crecen exponencialmente las opciones de que se estropee una parte de la prenda. Eso pasó la madrugada de ayer en el Congreso.

Un Congreso que nació de un error y con visos de ilegitimidad producto de la inconstitucional disolución de su predecesor. Un Parlamento que, muchos vaticinamos -recuerdo por lo menos a Aldo Mariátegui y a Fernando Rospigliosi- iba a ser peligrosamente peor que el anterior, que le iba a complicar la vida a Vizcarra, al país y a la gobernabilidad, que podía llegar a ser una peligrosa mecha mojada en gasolina al alcance de cualquier chispa.

Pero el 2019 el presidente -y Salvador del Solar, no hay que olvidarlo- estaba empecinado en sus objetivos, en su embate al aprofujimorismo, en su forma de encarar la política con los ojos puestos en las encuestas de popularidad.

Y así nació este Parlamento impresentable que le ha hecho tener una bancada al facineroso de Antauro, que tiene a grupos políticos que velan por sus negocios y oportunidades, que hizo que una secta oscurantista, fanática e indescifrable como el Frepap vote por políticas de Estado.

Un Legislativo, en suma, que no ha nacido, que se engendró o abortó a consecuencia de una violación grosera de la Constitución según -no lo digo yo- los más prestigiosos constitucionalistas. Ese Congreso ayer buscó un pretexto para negarle la confianza a un Cateriano que empezaba a perfilar una salida, con el que asomaba una luz cuando no había razón legal o política para hacerlo.

Así como en 2019 Vizcarra buscó un pretexto para hacer cuestión de confianza y levantarse de una vez por todas al enemigo que lo incomodaba sin algún fundamento jurídico. Las vueltas que da la entrecortada madeja de la política.