La banalidad del mal que se apodera de la sociedad peruana nos obliga a profundizar en las raíces de la violencia que estalla frente a nosotros. El terrorismo nos acostumbró a convivir con la muerte y durante décadas la sangre fue el lenguaje que empleamos para resolver nuestros conflictos ideológicos. El marxismo es un evangelio de sangre y exterminio que apela a una revolución sangrienta cuyo objetivo es subvertir el orden político. Siendo así, nos acostumbramos a la violencia y solo cuando se recuperó el principio de autoridad, valoramos la paz. Orden y paz son dos caras de la misma moneda. Precisamente por eso, el principio de autoridad, base de todo orden, es tan necesario para el desarrollo integral. De allí el poco apego a la democracia anárquica y el respeto que infunde el liderazgo que ordena y ejecuta de manera eficiente.
Nuestro sistema no favorece la existencia de estos liderazgos que ordenan y son eficientes a la vez. Las últimas décadas nos hemos dedicado a volar por los aires todo principio de autoridad. En la escuela, en la calle, en el cuartel, en la comisaría, en la universidad, en la Iglesia. Si quieres la guerra sin cuartel, derriba toda autoridad. Sin autoridad, triunfa la selva, el odio cainita, la falta de proyecto nacional. Sin autoridad no es posible la unidad básica para construir políticas de Estado. Y cuando no hay políticas de Estado entonces cada gobierno, cada ministro, cada funcionario de confianza cuando llega al poder empieza de nuevo, borra todo lo anterior, es una especie de Adán que es incapaz de mantener lo bueno que hizo su predecesor.
Estas son algunas de las claves de nuestra violencia. Sin autoridad nadie nos sacará de este hoyo. ¿Quién recogerá la bandera del orden y de la paz?