Los discursos, las buenas intenciones y las promesas del Gobierno para combatir la criminalidad se ahogan, día tras día, bajo el estruendo de las balas. Ya no queda espacio para el autoengaño ni para las escenificaciones oficiales. La población vive cercada por el miedo, con una rutina marcada por la violencia, mientras el Estado se muestra cada vez más impotente. Se puede atacar a los medios, manipular cifras o señalar conspiraciones desde la oposición. Pero la verdad es una sola: estamos en la lona.
En lo que va del año, el país ha registrado 963 homicidios, un 20% más que en el mismo período de 2024. Seis muertes diarias. Esta no es solo una cifra alarmante: es un grito desesperado de una nación que ha tocado fondo, y frente al cual ni los discursos ni las medidas del Ejecutivo parecen estar a la altura del drama que enfrentamos.
La desaprobación al Gobierno crece con razón. Según la última encuesta de Ipsos, casi el 100% de peruanos rechaza a la presidenta Dina Boluarte, de ellos, el 42% lo hace por su ineficacia para enfrentar al crimen organizado. Otro 20% lo hace por los errores en la política económica. La desconfianza no se limita al Ejecutivo: el Congreso y el Poder Judicial también se han vuelto símbolos de desencanto e inacción.
Y es ahí donde se juega una parte crucial del futuro político del país. En las próximas elecciones presidenciales, la inseguridad será el tema central de la campaña. Muchos candidatos intentarán capitalizar el hartazgo popular. Gritarán con fuerza lo que saben que la población quiere oír: autoridad, orden, mano firme. Pero pocos serán capaces de pasar del discurso a los hechos, y menos aún de plantear políticas integrales, sostenibles y efectivas.