Vladimir Putin, presidente de la Federación de Rusia, no se ha querido quedar atrás. Busca que su reciente viaje a Irán sea tan visibilizado ante la comunidad internacional como la gira por Medio Oriente -Israel y Arabia Saudita- de Joe Biden, el 46 presidente estadounidense. Putin sabe que, en política internacional, igual que en política interna, aquello que se hace pero que no se conoce, es completamente irrelevante. Putin quiere dos cosas:

1) que sus compatriotas lo vean protagonista moviéndose como estratega en el frente externo mirando la guerra de Moscú contra Ucrania, recordando la presencia geopolítica de la exUnión Soviética durante la Guerra Fría; y, 2) que Washington y sus aliados crean que Rusia también sabe mover sus fichas y persuade o influye a aliados como EE.UU. La reunión con Ebrahim Raisi, el presidente de Irán -en realidad es el rostro visible del ayatolá Alí Jamenei, líder supremo y el verdadero y único poder total del régimen persa teocrático-, recuerda a los países árabes sunitas la amenaza nuclear de Teherán que el expresidente, Donald Trump, en su momento ninguneó tirando al tacho el programa nuclear acordado por los países miembros del Consejo de Seguridad de la ONU más Alemania con Irán, pero también hace saber la capacidad de Moscú para establecer alianzas disuasivas como la que expresó la foto del mes anterior entre Putin y XI Jinping, presidente de China.

Finalmente, Turquía, en el limbo geopolítico por su incertidumbre euroasiática de siempre, esta vez participando en la reunión trilateral, se dispara a los pies, volviendo a su esforzada posición de mesa idónea para las negociaciones entre Moscú y Kiev, inevitablemente parcial, volviéndose candidato para que Washington o Moscú, le pongan la cruz.