La coyuntura por la que atraviesa el país es, sin duda, crítica. Este último viernes hemos sido testigos de un lamentable suceso: la muerte de un minero en medio de las intensas protestas que se desarrollan en el sur. Estas movilizaciones, conducidas por violentistas camuflados como mineros informales e ilegales, persiguen dos objetivos muy claros. Por un lado, buscan derogar un decreto que ha dejado sin efecto muchísimas inscripciones en el Reinfo —estamos hablando de más de 50,000— y, por otro, están ejerciendo una presión sobre el Congreso para que, de una vez, apruebe el predictamen de la Ley de Pequeña Minería y Minería Artesanal (MAPE).
Pensemos las consecuencias. En apenas diez días de bloqueos ilegales, el impacto económico es desolador, con pérdidas diarias que superan los S/622 millones en regiones tan importantes como Arequipa, La Libertad, Ica y Cusco. Esto golpea a la economía local, afectando a nuestras micro, pequeñas y medianas empresas, que son el motor de muchísimos hogares. El transporte se ha vuelto insostenible; el traslado de personas y productos se complica. Los enfermos lo pasan peor, y no hay que olvidar la escasez de lo más básico, como el combustible. El viernes pasado, por ejemplo, casi el 80% de las estaciones de servicio en esas zonas no tenía GLP.
Este panorama es un caldo de cultivo perfecto para ciertos grupos violentistas. Sabemos bien cómo operan: buscan caos, propiciar enfrentamientos con la Policía para que haya decesos. Esos fallecimientos, aunque terribles e innecesarios, se convierten en banderas, en excusas para escalar la violencia y empujar al país a una inestabilidad social y política que, sinceramente, nadie desea.