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Es fin de año, pero pese a que estos periodos suelen ser inocuos e intrascendentes, no lo es para los actuales momentos cruciales de la justicia peruana. Antes de Navidad debe emitirse el fallo que decidirá si en segunda instancia es liberada la lideresa de Fuerza Popular, Keiko Fujimori, y varios de los investigados del caso “cócteles”. En pocos días, una sala independiente se presta a emitir una decisión importante, y que puede y debe marcar un precedente cualquiera sea el sentido en que se dé. El tema aquí es que el país debe entender que este fallo debe merecer el respeto absoluto de todos sus estamentos: políticos, jurídicos y sociales. La justicia no puede ni debe actuar en base al clamor popular y a las voces incendiarias de las mayorías. La justicia funciona y se aplica con estrictos criterios técnicos, y está obligada a desentenderse de los ajusticiamientos ideologizados. La justicia, insistimos, no puede prestar su inmensa y demoledora teoría y sus siglos de práctica, sus ciclos de estudio y de evolución, sus preceptos y su jurisprudencia al grito prosaico de ¡liberen a Barrabás! Eso sería retroceder a la leyenda, al odio instintivo de los poncio pilatos que siembran su insania por el mundo, retornar a las raíces de la aberración. En cualquier sentido, la sentencia de la Sala Sahuanay marcará un derrotero y significará o un espaldarazo irrebatible, o un feroz llamado de atención a la estrambótica dupla de Rafael Vela y José Domingo Pérez, pero lo que no podemos hacer es cuestionar, criticar o rechazar esa sentencia solo porque fue contraria a mis apetencias, favoritismos o intereses, solo porque colisiona con el furibundo anti que llevo dentro. Lo que no podemos hacer es revivir el salvajismo de los fariseos.