En setiembre de 1990, Víctor de La Torre Romero, entonces presidente del directorio de Cementos Lima, fue secuestrado por un comando del MRTA y depositado en una cisterna de 1,5 metros de alto decorada con un foco de 100 watts (prendido las 24 horas del día) en una de las llamadas “cárceles del pueblo”. Padeció durante 15 interminables meses, hasta que fue liberado previo pago de un rescate. Similar desgracia sufrieron muchos otros empresarios como David Ballón, Jose Onrubia, Julio Ikeda, Héctor Delgado Parker, Carlos Ferreyros, Hory Chlimper, entre otros, cuyo único “pecado” fue el de ser empresarios prósperos.

Al señor De la Torre, nunca se le permitió cambiarse de ropa ni asearse; se le alcanzaba una vez por semana una lata de café para que hiciera sus necesidades y comida rala una vez al día; es decir, sufrió una tortura realmente cruel y extrema. Padeció de terribles enfermedades a la piel y graves problemas a las retinas, además de profundos problemas emocionales, tal como dio cuenta uno de sus familiares en un mensaje que ha corrido por redes sociales. Durante su cautiverio no tuvo servicio médico, piedad, ni pudo estirar las piernas o tomar siquiera una bocanada de aire puro.

En la otra orilla, el condenado a 32 años de prisión por terrorismo, Víctor Polay llamado también “camarada Rolando” y cabecilla del MRTA responsable, precisamente, de estos macabros secuestros, denunciaba ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) la violación de “sus” derechos humanos. Incluso su madre hizo lo propio, interponiendo una queja ante la misma Comisión por la situación carcelaria de su hijo, denunciando su sometimiento a condiciones de detención “inhumanas” y degradantes que afectaban su dignidad humana. ¡Qué ironía! ¡Qué osadía! ¡Qué tal “roncha”!

En una sociedad tolerante y civilizada, nadie en su sano juicio debe promover o alentar la venganza, la violencia o el odio, pero situaciones como las descritas me generan un conflicto de emociones y de sentimientos; Que un ser humano haya causado un sufrimiento indescriptible, deliberado y cruel a tanto ciudadano inocente, me hace preguntarme qué derecho tiene ahora para victimizarse e implorar por los suyos. “Ningún vencido tiene justicia si lo ha de juzgar su vencedor”, decía Francisco de Quevedo: Que el señor Polay asuma su propia desgracia y, así como no le importó el dolor ajeno, entienda que los derechos humanos son universales, pero que los suyos no pueden privilegiarse por sobre los de aquellos inocentes que fueron torturados por su propia demencia y que la Comisión Interamericana entienda que los asesinos y los violentos, no son las víctimas en esta historia.