Hace poco, durante un vuelo y cruzando el océano, pude ver el reciente biopic sobre el presidente Ronald Reagan, una película que se basa en una premisa muy concreta: la historia de los pueblos, la historia del mundo puede cambiar si surge un liderazgo trascendente que es consciente de su misión histórica. Según los autores de la película sobre Reagan, el presidente quería marcar la diferencia porque sentía que en eso consistía su vocación, un llamado particular, personal, un llamado de servicio que formaba parte de un plan superior.
Esta llamada especial, esta vocación de servicio y liderazgo trascendente dista mucho de ese otro liderazgo, el liderazgo basado en el poder por el poder, el liderazgo del príncipe de Maquiavelo. Hay una gran distancia entre la Ciropedia y el Príncipe, como la hay entre un líder que busca servir y uno que pretende ser servido. La razón de Estado, cuando se convierte en la voluntad del líder, destroza a las repúblicas. El liderazgo trascendente, el liderazgo iluminado por un sistema de valores, como el de Reagan, siempre se apoya en ideas que van más allá del personalismo coyuntural. Por eso, el liderazgo de Reagan es incomprensible sin su adhesión al cristianismo, y así lo rescatan los autores de la película. Su pasión por la libertad, su defensa de la democracia y de la capacidad de la persona para superarse solo se comprenden desde su propia biografía, en la que desde el inicio destacó ese cristianismo esencial que supo inculcar en él su madre. Es en esta concepción cristiana de “la libertad de los hijos de Dios” que Reagan fundó su acción política, buscando enfrentarse a ese imperio del mal que hoy ha cambiado el terror comunista por la dictadura gnóstica del pensamiento único.