La reciente negativa del Congreso de la República de dar luz verde a la eliminación de la inmunidad parlamentaria -que formó parte de las reformas políticas presentadas por el Gobierno-, estaba cantada. Nuestros parlamentarios jamás iban a votar en contra de sus intereses y menos para quedarse vulnerables. Se olvidaron que la voz del pueblo es la voz de Dios. Frente a ello, ahora lo que viene será el referéndum que, a mi juicio, confirmará el final de la inmunidad. Recordemos que la inmunidad históricamente es una institución del derecho diplomático para proteger a aquellos que cumplen la función de representación del Estado en otro y su origen se halla en la Paz de Westfalia de 1648. Hallándose en el exterior y por la alta función que cumplen en nombre del Estado, los diplomáticos deben ser protegidos de cualquier acción de jurisdicción en el país en que se encuentran. Esa es la razón jurídico-política que la sustenta y justifica. Con el desarrollo parlamentario, sus representantes (asambleístas, diputados, senadores, congresistas, constituyentes, etc.,), sin pérdida de tiempo, ampliaron la prerrogativa para protegerse. Aprovecharon que contaban la función legislativa como intrínseca, es decir, la facilidad para aprobar leyes y decidieron la inmunidad a su medida, y más, si acaso cumplía el objetivo de escudarlos frente al derecho y la justicia atentos a sus irregularidades. Ningún argumento de peso para sostener su vigencia. La inmunidad parlamentaria debió ser derogada por los congresistas, y por no hacerlo, han vuelto a erosionar la confianza del pueblo que los eligió para marcar la diferencia con el parlamento anterior.