La separación de poderes exige una doble orientación: la horizontal (clásica división en funciones legislativa, ejecutiva y judicial) y la vertical (organización territorial en Estado unitario, federal o regional). La discusión sobre la reforma presidencial debe, por tanto, comenzar con una revisión de nuestra forma de Estado. La experiencia demuestra que el régimen presidencial, en todas sus variantes, necesita una efectiva división territorial para un óptimo funcionamiento y para impedir la concentración de poder. La descentralización mitiga los riesgos de concentración de poder, inherentes al presidencialismo, aunque no siempre es un requisito de funcionamiento estricto.
Las líneas matrices de esta reforma deben definir, según la realidad territorial, la distribución precisa de competencias entre el gobierno central y las regiones (retención, transferencia o concurrencia). Para garantizar una transición exitosa y controlada, se podría comenzar con regiones piloto (Arequipa, Cusco, Junín, San Martín y Trujillo) para una temporal regionalización asimétrica, lo cual permitirá observar su desenvolvimiento y desarrollo comparado para discutir ajustes en el camino.
La descentralización asimétrica ofrece la ventaja pragmática para efectuar el mejor modelo de transferir competencias, permitiendo medir la capacidad de gestión regional sin arriesgar la unidad nacional. Es una estrategia que espera generar un incentivo para que otras unidades territoriales, al observar el éxito comparado, se sumen a la reforma. Es sensato acompasar esta transición con los mandatos presidenciales y parlamentarios, ya que las grandes reformas constitucionales e institucionales requieren la gobernabilidad y la estabilidad proporcionada por los poderes elegidos para su implementación efectiva.




