El proyecto de ley de reforma constitucional para excluir el deber de solicitar la cuestión de confianza al Congreso, una vez que el Presidente de Consejo de Ministros cumpla con la exposición y debate de la política general del gobierno, merece algunas observaciones dado que las formas de gobierno poseen una coherencia interna para su funcionamiento. La investidura, así denominada por el reglamento parlamentario al acto que otorga la confianza a un nuevo jefe de gabinete, tiene como efecto producir una relación fiduciaria, es decir, un vínculo jurídico-político entre el Consejo de Ministros y el Congreso, que legitima tanto el ejercicio de las instituciones de control (invitaciones, preguntas e interpelaciones) como exigencia de responsabilidad política (censura y rechazo de cuestión de confianza).

La Constitución de 1979 no exigía el requisito de la investidura pero, a pesar sus críticos, su presencia en la Carta de 1993 obligaba al jefe de Estado a consensuar con el legislativo un nuevo titular del gabinete, en especial cuando carecía de mayoría o coalición con otras bancadas para decidir su nombramiento con autonomía. Es cierto que se trata de una institución ajena al presidencialismo puro, al igual que ocurre con la Presidencia del Consejo de Ministros y demás instrumentos procedentes del parlamentarismo, pues no olvidemos que nuestra forma de gobierno fue evolucionando desde mediados del siglo XIX hasta alcanzar su actual configuración con la Carta de 1993 y su indiscutible continuidad en la sucesión y alternancia democrática.

El deber de investidura a un Consejo de Ministros guarda inversa relación con la necesidad de un previo consenso parlamentario. A menor representación política del gobierno en el Congreso, mayor será la necesidad de concertar con todas las bancadas el nombre de un candidato para jefe de gabinete. Lo contrario será suicida.

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