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Famosa es una vieja lámina de propaganda inglesa titulada “Robespierre guillotinando al verdugo después de haber guillotinado a todos los franceses”. “El Incorruptible”, como fue conocido Robespierre, en su implacable despliegue de terror, logró unir a todas las fuerzas de la Convención en su contra, porque su mezcla radical y maniquea (dos cucharaditas de terror disueltas en la leche de la virtud, ha escrito Pedro J. Ramírez) condenaba a Francia al totalitarismo de la sospecha. Para Robespierre, bastaba con la supervivencia de sus partidarios. Nadie más merecía vivir. En una revolución, todos son culpables, especialmente los enemigos.

Danton era enemigo de Robespierre. Lo superaba en elocuencia y carisma, el pueblo lo amaba, era un héroe de la Revolución. Su moderación era un obstáculo para la utopía jacobina de Robespierre, que buscaba eliminar toda oposición a su modelo político. Robespierre pensó que la muerte de Danton era imprescindible para sus objetivos y decidió eliminarlo aunque ello fuera el principio de su propio fin. Tras la muerte de Danton, la mayoría de los miembros de la Convención reaccionaron contra el peligroso régimen de terror que Robespierre había impuesto guillotinando selectivamente a sus enemigos. Y se unieron para acabar con él. Cuando lo apresaron, uno de sus adversarios gritó: “Robespierre, la sangre de Danton te ahoga”. En efecto, Danton, como Pompeyo, regresó de ultratumba para vencer.

Stefan Zweig advirtió que el pecado original de la Revolución fue “embriagarse de palabras sangrientas” porque “los hechos siguieron fatalmente a las expresiones frenéticas”. Destrozadas las instituciones, encendido el pueblo, liquidada la clase dirigente, Fouché y Talleyrand avalaron la transformación de la República en el Imperio. Era la hora de Napoleón.