La peor política es la política de la traición. No tener palabra, no cumplir con las promesas, tender trampas contra aliados firmes o potenciales, promover un doble discurso bajo el prurito de la astucia o la habilidad, traficar información entre amigos hasta convertirlos en enemigos, jugar con las aspiraciones legítimas, todo esto siempre ha sido el signo premonitorio de la derrota futura, de la debacle irremediable, del fracaso partidario y electoral. Los romanos lo tenían claro y por eso valoraron la lealtad de sus aliados por encima de todo y los protegieron con la misma fuerza con que despreciaron a los traidores que los adulaban. Conocida es la respuesta que el procónsul Cipión le dio a los asesinos de Viriato: “Roma no paga traidores”.
Ahora bien, despreciar al traidor es distinto de no compartir la postura de un aliado. Churchill decía que cambiar de opinión es necesario y que cambiar de opinión en política es imprescindible. La realidad, el Mariscal “realidad” debe mandar en el amplio campo de batalla de la res pública. No compartir la opinión de un aliado no es igual a traicionarle. A veces hay que repetir verdades esenciales. A veces es necesario decirle a la gente, que ya no quiere ni reconocer lo que de verdad existe, que el pasto es de color verde. Por tanto, si un aliado comete un error, es un deber de lealtad decirle con todas sus letras que se está equivocando. Y si quiere arrastrarte en su error, si exige que te hundas con él, es preciso explicarle porque su opción equivale al suicidio o a la debilidad. No tengamos compromisos con el error.
La política de los últimos años ha estado centrada en la traición. Pensemos en Vizcarra y sus aliados, dispuestos a extorsionar hasta la persecución. Por eso, hagamos votos para que el Perú no vuelva a caer en las manos de Caín.