En el Perú, solo el 11,4% de jóvenes con discapacidad accede a la educación superior, según datos del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI). La brecha se amplía en niveles de especialización: apenas el 1,7 % recibe educación básica especial, y únicamente el 0,2 % alcanza estudios de maestría o doctorado.
Las universidades tienen la responsabilidad ética y estratégica de acoger la diversidad de habilidades, ritmos de aprendizaje y perspectivas que aportan los estudiantes con discapacidad. Esta inclusión enriquece la experiencia educativa y fortalece el capital humano que el país necesita para su desarrollo.
La verdadera inclusión implica reconocer que no existe un único modo de aprender ni un solo perfil de estudiante. Requiere eliminar barreras físicas y tecnológicas, ofrecer materiales accesibles y diseñar espacios educativos que permitan a cada alumno desarrollarse plenamente. Además, es fundamental derribar prejuicios y desconocimiento, que limitan las oportunidades y expectativas de quienes aprenden de formas diversas.
Las soluciones están al alcance, flexibilizar procesos académicos, capacitar al cuerpo docente en pedagogía inclusiva, así como revisar las políticas de admisión y permanencia. No basta con facilitar el ingreso; es imperativo brindar un acompañamiento académico y emocional para reducir la deserción.
Cuando una universidad adopta la inclusión como compromiso real transforma los campus en espacios donde cada estudiante aprovecha su talento y diferencia. La equidad educativa es garantizar que cada uno reciba lo que necesita para desarrollarse.
Finalmente, uno de los mayores retos es la eliminación efectiva de las brechas que limitan el acceso y la permanencia de jóvenes con capacidades diversas en la educación superior. Lograrlo implica transformar profundamente la cultura institucional. Promover esta visión es invertir en una sociedad más justa, creativa y profundamente humana.