La semana pasada celebramos la fiesta de San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, orden que desempeñó un papel esencial en la contrarreforma. El santo maestro de los discernimientos de espíritu es además patrono de los ejercicios espirituales, de los retiros y de los soldados. Su papel en el desarrollo del pensamiento es innegable. En 1551 escribió al Duque de Baviera: “Nuestra tarea es realzar la ciencia, la teología, la religión. Es necesario preparar a los alumnos por las ciencias, las humanidades, la filosofía”. Y todo esto para defender a la Iglesia: “así podrán, en el momento oportuno, exponer y confirmar la verdad católica, atacar los errores y fortificar a los que dudan o vacilan”.

En su plena confianza en Dios, ante un obstáculo, San Ignacio ordenó celebrar 3000 misas para hacer llegar su causa al cielo. Y sobre la tierra envía cartas a todas las personas que son capaces de influir en la situación que causaba su preocupación. Esta doble vertiente, rezar y trabajar, en ese preciso orden, caracterizan la vida de todos los santos. Una inmensa confianza depositada en Dios y una enorme, una gigantesca capacidad de trabajar y hacer trabajar a los demás. Los jesuitas que él formó debían ser “de un natural bueno, apacibles, dóciles, amigos de la virtud y de la perfección, inclinados a la devoción”. Tendrán “celo por la salvación de las almas” y así ha sido durante siglos para bien de la Iglesia y del mundo entero.

Los santos transforman el mundo desde su propia circunstancia. Encienden todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevan en su corazón.