La ola de extorsiones avanza sin freno en el país, desnudando la fragilidad de las políticas de seguridad y la distancia entre los discursos oficiales y la realidad de las calles. Es verdad que el presidente José Jerí está mostrando ganas de hacer las cosas bien y que hay voluntad política, pero los números hablan por sí solos: más de 23 mil denuncias por extorsión en lo que va del año, un 27.4% más que el año pasado. En el Perú de hoy, cada 19 minutos una persona acude a la policía por una amenaza, un chantaje o un cobro ilegal. La extorsión se ha convertido en un negocio nacional que aterroriza a transportistas, bodegueros y emprendedores, pero que en realidad mantiene en vilo a todos los peruanos.

Ante esta situación alarmante, el jefe de Estado ha anunciado la actualización de la estrategia del estado de emergencia en Lima, incorporando nuevas medidas complementarias. También ha admitido que el actual Plan Nacional de Seguridad Ciudadana “no sirve” y que está alejado de la realidad, comprometiéndose a elaborar otro más eficaz. El reconocimiento es válido, pero ojalá no sea tarde: el crimen ha tomado ventaja, mientras el Estado sigue atrapado entre diagnósticos repetidos y medidas que no terminan de aplicarse.

La inseguridad ya no es solo un problema policial, sino un síntoma de un Estado debilitado, sin capacidad de reacción ni coordinación. Solo con una política seria, con inteligencia operativa y liderazgo real, se podrá empezar a revertir esta pesadilla cotidiana.

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