No es ningún secreto que la inseguridad se ha convertido en el principal temor de los peruanos. Las calles, que deberían ser espacios de tránsito y convivencia, son hoy territorios tomados por la delincuencia, las extorsiones y la violencia. Esta situación no solo erosiona el tejido social, también tiene un impacto directo en la economía nacional. Según la última encuesta de Datum, la mayoría de ciudadanos considera que la prioridad del próximo presidente debe ser mejorar la seguridad y combatir la criminalidad. No se trata de una percepción aislada, sino de un clamor generalizado.
La alarma no se limita a los hogares. Los efectos del crimen organizado ya golpean con fuerza a los sectores productivos. Un estudio reciente del Instituto de Estudios Económicos y Sociales de la Sociedad Nacional de Industrias (SNI) revela que el 45% de los empresarios industriales ha sido víctima de algún hecho delictivo en el último año. Más preocupante aún es que el 16% de ellos ha optado por postergar o cancelar inversiones ante el avance de la criminalidad. En otras palabras, la delincuencia no solo roba dinero o tranquilidad, también le arrebata al país su potencial de crecimiento y desarrollo.
Frente a esta realidad alarmante, el Gobierno parece tener las prioridades invertidas. En lugar de dedicar todos sus esfuerzos y recursos a garantizar seguridad y orden, se distrae en llevar a cabo un plan para levantar la alicaída imagen de la presidenta, alistando un programa de esta en el canal del Estado, Esa miopía política es, además de irresponsable, peligrosa.