Llegar al rectorado de la universidad más antigua de América, la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, siempre ha sido un desafío, por su historia y tradición, de estar siempre enfrentándose a paradigmas establecidos, o querer instalar otros, de carácter innovador y distintos en la formación de nuevas generaciones, que responda a cambios en la época; evidentemente incómodos para algunos; y/o deseables e interesantes para otros.
En la sociedad y, específicamente, en la administración pública, históricamente el paradigma establecido es la inequidad de género; que significa la desigualdad y discriminación por pertenecer a un género determinado, limitando las oportunidades y derechos, generando, por lo tanto, determinadas disparidades. Esta “cultura”, también llega a la academia; los datos y las cifras así se manifiestan, superadas hoy con nuevos guarismos, para satisfacción de la comunidad académica y la sociedad en general.
En esa dinámica ideológica es que una mujer tenía que ser resiliente, dejar de lado el estereotipo de ser “sumisa y obediente”, “sin dudas ni murmuraciones”. Superar esta condición requería esfuerzo personal y colectivo, que impulsara una sobrecarga de voluntad y esfuerzos sostenidos con base social objetiva.
Entonces, la meta se visualizaba con mucha claridad: la inequidad de género se combatía con el logro de la equidad de género, convirtiéndose en una responsabilidad el protagonismo de la mujer universitaria y sanmarquina. En estas condiciones, tenía que asumir el liderazgo con una visión amplia y transparente para dirigir una universidad mayor con diversidad de manifestaciones: disciplinares, culturales, comportamientos y, probablemente, también incomprensiones, prejuicios tradicionales y dogmáticos. Las reglas de reconocimiento legal y formal se expresaron en las urnas electorales. ¡Muchas gracias, comunidad universitaria sanmarquina! Son cuatro años que llevo en el rectorado, y los sueños de una universidad grandiosa se vienen cosechando progresivamente.