Cuenta la historia que Ricardo Balbín, líder de la oposición en Argentina en 1976 y favorito para ser presidente, cometió un error garrafal. En medio del caos, en un discurso dijo con franqueza: “me piden soluciones” y luego remató con un fatal “no las tengo”. Esa frase fue la excusa perfecta para que los militares, que decían tener respuestas, tomaran el poder y consolidaran una de las dictaduras más cruentas de Sudamérica. Un desliz político se convirtió en justificación de horrores.
Hoy el libreto es otro, pero la trama se repite con ironías perversas. Ya no son los uniformados los que acechan con botas y fusiles, sino los políticos disfrazados de redentores, extremistas con discursos encendidos que se alimentan de la fragilidad de gobiernos raquíticos. La debilidad de Dina Boluarte, su inseguridad y su indecisión, no son simples rasgos de carácter: son la incubadora de los nuevos autoritarismos que se visten con ropajes democráticos para dinamitar la democracia.
El Latinobarómetro 2025 es claro: más de la mitad de los peruanos estaría dispuesto a aceptar un régimen autoritario si este logra resolver los problemas. Además, el 61% de ciudadanos piensa emitir un voto de rechazo y escepticismo en las elecciones del 2026, mientras el 31% lo hará nulo o antisistema, según un estudio de Datum.
Estas cifras no surgen de la nada: responden a la frustración de vivir bajo gobiernos inseguros, vacilantes y sin rumbo, con presidentes que parecen más preocupados en sobrevivir en el cargo que en ofrecer soluciones. Una jefa de Estado sin energía ni decisión se convierte en el rostro mismo de la impotencia, esa que se transforma en nostalgia del látigo.
Pero sería un error creer que los discursos radicales o las salidas autoritarias son el camino. La historia ya nos enseñó que las soluciones fáciles suelen tener costos insoportables.








