Durante los primeros meses de la gestión de PPK veía en Juan Sheput a un político sólido, al margen de las críticas que se le podía hacer. Sheput era uno de los mejores voceros políticos que tenía el débil gobierno de Kuzcynski, y pensaba en ese momento que no utilizarlo en mayor medida era un error gubernamental. Pero luego vino la caída de PPK y el ascenso de Martín Vizcarra quebró la prestancia del entonces congresista.

Sheput acusó el golpe, sobre todo, cuando fue disuelto junto al resto de congresistas por Vizcarra. A partir de ahí solo vi a un político desfigurado y con sangre en el ojo, zaherido y resentido, obsesivo con Vizcarra y con los medios, alineado en la fila de los Mulder, los Vitocho, los Villa Stein y los Rey con Barba. No es que no haya sido legítimo adoptar esa postura de oposición, el problema era que Sheput no disimulaba sus ojeras de viuda del poder, su ojeriza por haber sido sacado del banquete.

Y el tiempo lo confirmó. Ni bien el accidentado presidente Manuel Merino abrió las puertas de los ministerios para ver a quién reclutaba tras la vacancia de Vizcarra, Juan Sheput -uno de los que más celebró la caída del expresidente- apareció asomando. Merino, bajo recomendación de otros, lo llamó entonces para la cartera de Trabajo. Todos sabemos que la aventura presidencial de Merino duró muy poco, apenas unos días, pero Sheput fue uno de los últimos en irse; incluso creo que fue el último. Los ministros renunciaban uno a uno, mientras él se aferraba con uñas y dientes a su cartera fugaz.

Ayer concretó su nuevo gran salto. César Acuña lo presentó como su nuevo jale de campaña, y él dijo que aceptó porque ve al candidato con un perfil presidenciable. Lo cierto es que la movida no parece entusiasmar mucho, y más bien vuelve a revelar el perfil de un desdibujado político que alguna vez mostraba, dentro de todo, prestancia y altura.