La consecuencia natural de la subversión de las humanas jerarquías es que los países terminan gobernados por políticos sin visión de Estado ni criterio de las circunstancias. El líder auténtico sabe cuándo atacar y qué argumentos específicos emplear. Estos dos puntos, que antes formaban parte del sentido común de cualquier político ilustrado, hoy han pasado a convertirse en un bien escaso dentro de la vida pública. Gran parte de nuestros políticos desconocen los secretos del asesinato como una de las bellas artes.

Es por eso que, de cuando en cuando, nos vemos condenados a contemplar el triste espectáculo de presidentes como el Sr. Humala, que hablan de cloacas precisamente cuando se cierne sobre su gobierno la angustiosa sombra de la sospecha. En vez de comunicar un solo logro concreto (CADE no se tradujo en nada positivo para Palacio), el Presidente prefiere lanzar anatemas con palabras subidas de tono retando a una oposición que recibe los ataques de Ollanta como agua de mayo. En lugar de sopesar con estrategia cómo salir del pantano, el humalismo ha decidido lanzar un ataque extemporáneo, una especie de salida japonesa cuando todo se derrumba en el peligroso Iwo Jima de la insatisfacción popular.

Escupir al cielo tiene un precio alto, y más cuando todo apunta al pecado colectivo de la corrupción. Señalar al fujimorismo o al aprismo como los grandes cráteres de la deshonra nacional solo tiene un nombre: fariseísmo político. Muestren a Belaunde Lossio y luego empiecen a hablar. De lo contrario, todos perderán si un iluminado decide repartir a diestra y siniestra tanta mierda con ventilador.