La moral pública luce más resquebrajada que nunca y cabría preguntarse cómo se puede introducir este tema en la campaña presidencial y en la de las dos cámaras del Congreso.

Los casos emergen como pus por todos los espacios del ámbito público y, en muchas ocasiones, no se trata solo de inmoralidad, sino de delitos.

Así, a la congresista Ariana Orué poco o nada le interesa que un trabajador de su despacho la lleve al gimnasio o contratar al novio de su hermana. Para Lucinda Vásquez, es normal que un asesor le corte las uñas de los pies como lo es también vender las pruebas de un examen de docentes en su región, San Martín.

El Parlamento, sin duda, encabeza el deterioro incesante de una moral pública degradada al infinito con dos legisladores presos y a la que suma el escandaloso asalto al erario público con bonos injustificados y canastas navideñas de 1, 900 soles.

Pero la culpa en el Parlamento, no es solo de los congresistas. Hay muchos intereses enquistados allí, petrificados en sus cargos y oliendo el dinero como el vampiro a la sangre. ¿Tan impunes son los sindicatos del Parlamento? ¿No existe el prurito más mínimo para advertir que el obsceno dinero que se llevan al bolsillo 4 mil trabajadores podría servir a miles que sufren de hambre y pobreza? Si no hay, como parece, una cuestión penal de por medio ¿tan miserable se puede ser para valerse de las debilidades del Estado para robarle impunemente? ¿Cuán diferentes son el “Monstruo”, “Caracol” o Gerald Oropeza de quienes dirigen esos sindicatos?

Cualquiera que postule al Congreso debería plantear cambios para acabar con estas mafias infestas, virtuales organizaciones criminales que actúan con impunidad. Los gusanos no saben de moral pública y solo cabe aplastarlos.

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