Todos los países que han renunciado a su soberanía por un ideal superior se han debilitado. No pongo en duda la existencia del ideal superior, tampoco la necesidad de un bien común por encima del bien nacional, pero si analizo una consecuencia real, irrefutable: la perdida de soberanía no ha logrado fortalecer a las naciones, las ha condenado a la indefensión o a la irrelevancia. ¿Por qué no hemos logrado un orden internacional capaz de suplantar a la soberanía? ¿Por qué no hemos conseguido un equilibrio de naciones que construyan algo más perdurable y justo? La respuesta a estas cuestiones tan esenciales entra en el ámbito de la especulación política. Lo que no está en la frontera de lo dudoso es la consecuencia real, prístina, evidente: la pérdida de soberanía no ha solucionado los problemas de los Estados-nación.

Por eso, cuando los cantos de sirena del globalismo nos anuncian este falso evangelio del nuevo orden mundial, tenemos que examinar con pinzas las consecuencias de nuestras renuncias voluntarias. Si ya de por sí es una suprema desgracia que no exista un proyecto nacional viable, si es ya una tragedia la falta de visión de nuestra clase dirigente, la renuncia unilateral a la soberanía nos condenaría a ser, para siempre, un convidado de piedra más, un jugador de tercera división en la escena del poder global. Tal vez nosotros estemos dispuestos a semejante acto de mediocridad, pero ¿y nuestros hijos?

La majestad del pueblo, la maiestas populi, no debe convertirse en la moneda de cambio de los políticos de turno. Hay fronteras que deben respetarse. Sin soberanía no existiría el Perú, no hay grandeza, ni trayectoria, ni destino.