Todo es puro ruido deliberado. Ni el avión que llevará a la presidenta de la Cámara de Representantes de EE.UU., Nancy Pelosi, en su gira por Asia, será derribado si acaso decidiera llegar hasta Taiwán, la isla que se resiste a la dependencia política de China continental desde que los nacionalistas se refugiaron en ese espacio insular luego del triunfo de la Revolución liderada por Mao Tse-Tung (1949), ni Washington buscará dar un paso en falso en momentos en que la guerra de Rusia contra Ucrania daría resultado poco alentador para los intereses hegemónicos de la Casa Blanca. Xi Jinping, presidente chino, está preparando el mejor contexto para el XX Congreso del centenario Partido Comunista que ya se viene y en el que habrá una inevitable renovación de cuadros en la dirigencia que por supuesto buscará sumar entre su entorno para contar con un Politburó empoderado. Las recientes tensiones no son nuevas. Hace más de un mes aviones chinos sobrevolaron Taiwán, que Beijing considera una provincia rebelde, y que sin contar con una declaración formal de independencia -algo que su presidenta, Tsai Ing-wen, ha sabido manejar con discreción midiendo la furia china-, sus habitantes -la inmensa mayoría joven-, ya no sintiéndose chinos como sus padres o abuelos, abogan por un Estado soberano. Es verdad que China tiene una posición irreductible sobre Taiwán resultando innegociable cualquier pretensión soberana pero también que no será negocio involucrarse en una guerra con Washington frenando su explosivo auge económico planetario y a sabiendas que su poder militar es aún inferior. El presidente Biden, como Xi Jinping, también busca sacar partido a las tensiones mirando la renovación en el Capitolio en noviembre próximo.

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