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Lionel Messi es un ganador. Ha pulverizado todos los récords posibles y levantado copas en todas las latitudes. Es el héroe y niño mimado de Barcelona, ídolo de multitudes en cada rincón del planeta donde se juega a la pelota, e ícono pop de una nueva generación.

Para Messi, el fútbol siempre fue la cosa más fácil que alguna vez hizo. Más allá de sus problemas de crecimiento en la infancia y los problemas económicos de la familia, Lío tuvo siempre en la pelota su burbuja de felicidad. En la cancha siempre fue el mejor. Los niños grandes lo miraban embobados, mientras el pequeño Messi dejaba a todos tirados sobre el concreto cual conos de entrenamiento. En los torneos infantiles era ya sindicado como el nuevo Maradona. Fue creciendo con los reflectores de frente, tapándole los ojos cada vez que su mirada no estaba puesta en la pelota y la portería.

Más adelante los embobados eran muchos más. Millones de gentes viendo por televisión cómo el mejor jugador del mundo rompe, cada diez días, las leyes de la física y las recompone a su voluntad. Irrumpió en el Barcelona cuando ya se cocinaba una generación brillante e irrepetible, y se convirtió en el estandarte del mejor equipo de este siglo.

Con la “Albiceleste”, la cosa pintaba igual de bien. En 2008 ya había conseguido un Mundial juvenil Sub-20 y el oro de los Juegos Olímpicos de Pekín. Pero una vez en la selección mayor, la realidad fue otra. Primero fue criticado. Messi no era con Argentina el monstruo que semana a semana demostraba ser con la camiseta del Barcelona. Luego, las puertas del gol se abrieron y con ellas el romance con la afición patria.

Pero todavía queda en él una espina clavada. Para una estrella acostumbrada al triunfo y la gloria, la frustración de no poder alcanzar un título con tu selección puede ser devastador. Incluso hoy, cuando ya es goleador histórico del Barcelona, la liga española y de su selección nacional, Messi masca rabia y sed de revancha. La gloria con su selección se le ha escapado ya dos veces, y ahora, cuando Argentina despliega su mejor fútbol, perder de nuevo ante el rival que le arrebató la copa la última vez sería sencillamente desastroso.

Por eso, esta noche para Messi representa una bisagra. Puede demostrar su grandeza y acallar las pocas críticas que todavía le endosan desde su país, o prolongar por varios años más el sufrimiento de una racha que ya despediría un olor a maleficio. La gloria o el infierno. Así vivirá el mejor jugador del mundo la final de esta noche.